Pozos

Foto: CR.

Universidad de Salamanca, fundada en 1218. Dos siglos después, en1402, la corona de Castilla se asienta en la costa del Rubicón, en Lanzarote. Seis siglos después, recorro las tierras castellanas y, al terminar el viaje, me voy al Rubicón y vivo en una cueva del tamaño de los ataúdes de aquellos reyes. Y bebo del agua de los pozos normandos donde bebieron aquellos castellanos. Seis siglos después, en Salamanca, me asomo al otro lado del pozo. Equinoccio, 22 de septiembre del año 2017. Miquel Barceló, doctor honoris causa.
 
Hurgando en la magia de la vida, en lo mágico, que es la forma que yo tengo de transitar este tiempo en el que ahora me hallo —de la misma forma que, en otros tiempos obsesivamente mágicos, removía en la mecánica y comprensión física del mundo—, de pronto me encuentro en Salamanca. El chamán, el único chamán que conozco en mi vida, me cita ahí para el día del Equinoccio, para conjurar algo que desconozco qué es. Y de lo que él no me habla. Y no sé si sabe. Tendría que estar entre mis piedras observando con sentidos ancestrales el momento en que la noche y el día alcanzan su equilibrio. Pero voy.
 
Me cita el ser que más cerca está —y muy lejos de los demás— de aquellos que hace miles y miles de años pintaban y grababan en las profundidades de las cuevas del planeta. Y, de pronto, todo se comprime como si se intentara escribir la historia del mundo occidental en una página de la Divina Comedia. Todo te señala que tu espiral va a girar, a centrifugar tu tiempo. Al centro. Y, como siempre, las conquistas, los conquistados, los vencedores y los vencidos sean árabes, cristianos, mahos o aztecas, sapiens o neandertales, son el combustible de la historia del tiempo. La hoguera siempre presente con sus luces y sus sombras, con su amparo y sus terrores.
 
El acto en que la cultura, la ciencia, el conocimiento, reconocen al chamán y a los chamanes en su nombre, es espectacular
Pero, luego, cuando la sangre para de correr, cuando los muertos están enterrados o comidos por los buitres, cuando los botines están repartidos y el hambre, los genocidios y las futuras violaciones adjudicadas, entonces aparece el arte y lo limpia todo. Lo tapa, el malo, o da secreta fe, el bueno. Miquel, el chamán, eso lo plasma con una nitidez abrumadora. Sólo necesita un tomate o un pescado o todo lo que Camarón sea capaz de enumerar antes de perder el sentío. El acto en que la cultura, la ciencia, el conocimiento, reconocen al chamán y a los chamanes en su nombre, es espectacular. Como sólo una universidad de 800 años de historia podía plasmar, pero da igual; estoy también en un templo azteca y el acto es aun más hipnotizador, tienen aun más experiencia; o en Guenia, que aun superan en tiempo y conocimientos las liturgias de los otros; o en el interior profundo de una cueva, donde desde miles de años acompañan los gestos del ritual, hasta congelarlo.
 
Para estar presente, necesito siempre tener consciencia —no conocimiento— de todo lo sucedido para llegar ahí. Por eso, no tengo memoria, porque la memoria es pasado y yo no consigo que nada pase. Siempre tengo tripas entre mis manos, sexo en mi boca, hambre, enfermedad, pasión, amor, rabia y compasión. El día pasó, entre el sentío del acto en el Paraninfo de la Universidad, las bandadas de niños y niñas recién llegados a esa máquina de hacer profesionales, pintados, gritando, cantando, corriendo por las calles. Que, en realidad, no son calles sino venas de un bicho muy, muy, antiguo que traga niños y niñas y los convierte en profesionales para esparcir su visión del mundo, su poder. En su niñez, el chamán solo duró ahí, dentro del bicho, unos días; dejó muy adentro su semilla y se fue. Ahora estaba allí, de igual a igual se miró a los ojos con el bicho. Por eso se respetan profundamente.
 
Sólo conozco a uno que sobrevivió. Y pudo mirar al bicho a la cara. Y seguir siendo el niño que no se tragó
Desconozco lo que fui a hacer allí, pero, esa noche, en pleno centro del Equinoccio, fue ya en la cama una de esas noches que sabes que si sales vivo, sales a algo nuevo. Me retorcieron las tripas muchas horas esperando un solo momento de desconfianza por mi parte. Cuando estaba a punto de claudicar, recordé que, hace muchos años, una vieja ‘bruja’ en Cataluña me salvó la vida con un insospechado tonique Chiquet —la modernidad de un anciana bruja catalana, la modernidad sin la que Castilla sabe que vuelve a las catacumbas del tiempo; a las que teme con todo su ser, pero tiene brazos de hierro que, aunque quiera, no puede torcer; todo lo que es y tiene lo hizo a espada—. Salí, hice abrir un bar en la media noche, tomé mi tonique y volví al palacio. A la tortura. Confiado en aquella bruja sanadora.
 
En la mañana, cangrejo nuevo sin la vieja cáscara, al salir, justo al salir, el chamán también se iba y en aquel claustro con la luz medianera del ‘primer día igual que la noche’ nos saludamos y hablamos de fútbol y esas cosas. Él, por supuesto, atento a Sasa. En su templo, en su cueva, en un lugar de honor, está un traje de carnaval hecho por ella. Como una de esas maravillas del arte africano. Pero Sasa no va de artista, es el arte de la vida. Otra chamana. Yo solo sé que ellos dos sí se entienden. Sigo aprendiendo. La vida se ha empeñado en adjudicarme maestros y maestras. Ella sabrá...
 
Me permito entonces recordar que si quieres ser heredero de los chamanes de las cuevas, o artista le llaman ahora, estás en este instante a miles de años oscuros de conseguirlo. Apasionado viaje, pues, el que te espera. Digno de los mayores sufrimientos, de las más grandes dudas y cerca muy, muy cerca de lo que más le gusta comer al águila: el ego.
 
Así que sepas que tienes todos los números para que te trague. ¿Mi consejo? Espérate sentado, igual se me ocurre alguno. Tengo muy poca experiencia, sólo conozco a uno que sobrevivió. Y pudo mirar al bicho a la cara. Y seguir siendo el niño que no se tragó.

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