Opinión

Murieron sin poder despedirse

Murieron sin poder despedirse

Cerca veinte mil personas muy mayores han muerto en residencias u hospitales, según los datos aportados por las comunidades autónomas, con sus seres queridos ausentes —muchos, además, sin la asistencia sanitaria exigible ante el virus—. Han dicho adiós en ambientes desconocidos para ellos, con la soledad y el silencio como única compañía.
 
A lo largo de la Historia no se ha disfrutado un período de progreso y bienestar tan continuado como el vivido en las últimas décadas. La llegada de la democracia, la descentralización del Estado y la plena integración en Europa han contribuido a que España y particularmente Canarias hayan alcanzado unos niveles de desarrollo social y económico impensables en el inicio de los años ochenta. La atención sanitaria, la educación, las políticas sociales, las infraestructuras, los equipamientos o los medios de transporte terrestres, marítimos y aéreos poco o nada tienen que ver con los heredados del régimen anterior.
Los auténticos artífices del progreso del que gozamos ahora han sido nuestros padres y abuelos
 
A pesar de la mejora de sus pensiones, del crecimiento en el número de plazas ofertadas en residencias públicas y privadas, de los centros de día o de los centros de actividades y de ocio, la gran asignatura pendiente de nuestra democracia continúa siendo la atención a las persona mayores. En los albores de la actual etapa la atención a las personas mayores quedaba prácticamente reducida a la atención que se le prestaba en casa —la mujer, o en su caso la hija mayor, eran las grandes sacrificadas— por la inexistencia  de políticas específicas para nuestros padres o abuelos.  La mejora en las condiciones de vida, la promoción de actividades físicas y mentales y el crecimiento en la atención sanitaria han sido factores decisivos en el alargamiento de la esperanza de vida. En este contexto, cabe recordar que España es en estos momentos el país con mayor esperanza de vida de la Unión Europea y el tercero —a nivel mundial— después de Japón y Suiza.
 
Los auténticos artífices del progreso del que gozamos ahora han sido nuestros padres y abuelos. Ellos buscando con coraje —muchas veces en condiciones infrahumanas— lo mejor para los suyos, allí donde veían oportunidades. La emigración fue en muchísimas ocasiones el único camino. Había que tener mucho valor y compromiso para embarcarse a lo desconocido en busca de un futuro mejor para sus familias. No podemos ni debemos olvidarlo, tampoco olvidarlos.
 
La COVID-19 ha destapado la especial vulnerabilidad de las personas mayores ante situaciones fuera de control como está siendo la pandemia. Se puede entender que la edad incremente los riesgos letales del virus, pero en ningún caso que determine o precarice la prestación de la atención sanitaria adecuada.  La pandemia se ha llevado por delante a miles de personas mayores en silencio y soledad. Como ya señalé con anterioridad, los datos aportados por las comunidades autónomas, confirmar que alrededor de veinte mil personas mayores han visto cómo se les apagaba la vida sin recibir la atención sanitaria que la infección requería.
Todos estamos en deuda con nuestros mayores.
 
La periodista de El País, Ana Alfageme, publicaba hace unos días una entrevista muy humana al doctor Santiago Moreno que titulaba ‘Agonía y resurrección del doctor Moreno’. El protagonista de la entrevista es el  jefe del servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Ramón y Cajal de Madrid —padeció el coronavirus entre el catorce de marzo y el once de abril—.
 
A lo largo de la entrevista el doctor Moreno va desgranando los momentos más significativos desde que dio positivo hasta el reencuentro —casi un mes después—con su familia. La soledad y el silencio lo acompañaron siempre en sus veintiocho días recluido. Estuvo rodeado de compañeros de trabajo, de su equipo del servicio y estaba en un medio que él conocía muy bien. Sin embargo, la ventana que vislumbraba al fondo era lo único que le acercaba a la vida, lo que le permitía mantener contacto con el mundo: sol, nublado, lluvia, nieve o la oscuridad. De resto, solo silencio y soledad. Y en su cabeza, su mujer y sus hijos.
 
Después de semanas o meses solos, sin familia y sin amigos en un entorno desconocido para ellos, miles de nuestros mayores se fueron sin poder despedirse. La soledad y el silencio han sido su única compañía. Quizá sin saber a ciencia cierta qué es lo que estaba pasando y preguntándose por qué les han abandonado. Todos estamos en deuda con nuestros mayores.

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