Los curas como problema y como solución

Los curas como problema y como solución

No me cabe duda de que la iglesia católica debe mejorar. Ninguna duda de que en el orden espiritual queda mucha tarea que hacer y que necesita una revisión. Tanto, que hasta las vocaciones quedan en entredicho y sus pastores cuestionados. La iglesia y la Iglesia, el templo y la comunidad, dos asuntos de distinto orden a los que hay que prestar atención. Mi visión como espectadora de lo que concierne al templo me conduce a la perplejidad, mezclándose las medidas adoptadas en una, con las repercusiones en la otra. Y lo aclaro. Los templos católicos, aún disfrutando de medidas de protección derivadas de sus valores culturales, que no religiosos, a lo largo de su vida han sido objeto de intervenciones de mejora, modernización, adaptación a la liturgia… Todas ellas han tejido una impronta sobre los edificios originales, y tanto los han modificado que sus valores espirituales y culturales han podido quedar en entredicho.

Si nos referimos al templo de San Ginés, cuyas antecedentes se remontan al siglo XVI, nos percatamos de que poca huella queda de tanto tiempo transcurrido, pues ha ido siendo despojada de la personalidad de la que disfrutó debido a actuaciones traumáticas que comienzan en los años setenta del siglo XX. Se desmontan los retablos, desaparece el coro, se modifica la estética de la techumbre, el pavimento se cambia... Y todo por decisiones de los sacerdotes -o auspiciadas por ellos- que sentaron sus reales en la parroquia.
 
Una declaración como Bien de Interés Cultural para cualquier inmueble, y este la tiene, supone, en puridad, que la capacidad de transformación se ha agotado, debiéndose legar ese bien a las nuevas generaciones con los valores que propiciaron aquella declaración. San Ginés de Clermont, de mano de sus párrocos, y, principalmente en los últimos años, ha alcanzado tales cotas de intervencionismo que lo que venía mal ha empeorado. Sus vidrieras, sustituidas sin justificación, y su imagen interior tan maleada que a San Ginés no se le reconoce.
 
La comunidad a la que la Iglesia atiende ha visto cómo grandes cantidades de dinero han ido a parar al ornato del templo
 
Viene a cuento todo ello para plantear cómo las intervenciones en la iglesia dañan a la comunidad que la usa, que no reconoce su casa. Ni quien ora ni quienes tienen al templo como su referente cultural. Los niveles de frivolidad conducen a gastar en lo superfluo, en lo innecesario, en lo que la espiritualidad no demanda ni lo que los recuerdos necesitan.
 
En un escenario de crisis y de fractura social como los vividos, y seguimos viviendo, donde han de darse respuestas morales con el ejemplo, y económicas con el dinero recaudado entre sus fieles, la Iglesia compra escayolas y cristales de colores; adquiere quincallería o echa abajo su linterna caprichosamente so pretexto de una caída inminente por pérdida de estabilidad, tanto, que para arrancarla hubo que aserrarla con enorme esfuerzo. Hoy, el templo luce una nueva linterna. Tan bien quedó que mantiene la misma inclinación que sufría la original y que no afectaba a su integridad. Una ligereza más para un templo que no reconozco, que no representa, en su gestión, las virtudes del buen católico ni ejemplifica las formas en que una casa administra los recursos con que cuenta para alimentar a sus hijos. Ostentosa y recargada en lo espiritual, falsa y pretenciosa en lo cultural.
 
La comunidad a la que la Iglesia atiende, personas desamparadas y sin recursos, ha visto cómo grandes cantidades de dinero han ido a parar al ornato del templo para dar esa apariencia de lujo de nuevo rico, sin que ello tenga la más mínima justificación para la función a la que esos edificios se destinan: al cuidado del alma y al recreo del espíritu. Como para una reflexión. 

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