Saramago nos miraba

En la vida profesional de todo periodista hay momentos que jamás se olvidan. Y la muerte del escritor José Saramago en junio de 2010 es una de esas noticias que te cogen de lleno y jamás te abandonan. La primera vez que entré en la biblioteca personal de Saramago en su casa de Tías fue precisamente el día de su fallecimiento momentos antes de que se abriera al público su capilla ardiente.
 
Y allí estábamos los periodistas junto a su ataúd por el que veíamos, a través de un cristal, el semblante serio del Premio Nobel de Literario. Solo se oían los clicks de las cámaras fotográficas que se apresuraban a inmortalizar ese momento histórico. Me acerqué en varias ocasiones para escudriñar el interior del ataúd con la intención de encontrar algún detalle para incluir en mi crónica. 
Recuerdo que toqué algunos de esos libros con miedo a que alguien me pudiera llamar la atención
 
Era una situación muy extraña. En mi caso me movía entre el respeto que se merecía Saramago y la necesidad de realizar mi trabajo sin prácticamente ninguna cortapisa. Miraba la exquisita colección de libros, imaginaba los momentos íntimos del escritor sentado en su mesa escribiendo algunas de sus novelas o simplemente paseando en busca de la inspiración. Como un cirujano analizaba cada uno de los elementos que había sobre el escritorio, esperando encontrar un mensaje oculto o gastado por el tiempo.
 
Profanábamos la tumba del escritor, que al igual que los reyes egipcios, estaba rodeado de sus bienes más preciados: sus libros. Una cámara secreta que ahora los periodistas dábamos a conocer al mundo. Recuerdo que toqué algunos de esos libros con miedo a que alguien me pudiera llamar la atención. Pero nadie nos vigilaba. O sí.
 
Todavía sigo viendo a Saramago en ese ataúd. Pero nunca he tenido ninguna pesadilla. Ahora que escribo este artículo, diez años después, tengo la impresión de que nos estaba mirando. No sé si tendría ganas de pegarnos un grito para que lo dejásemos descansar en paz o más bien se estaba aguantando la risa de vernos danzando sobre su tumba. Me gustaría creer que se lo estaba pasando bien. Observando a esos seres desconocidos revoloteando por su santuario, aunque ligeramente preocupado por si a alguno de nosotros se le ocurría romper parte de su preciado tesoro.
“La vida no es sino una promesa de ceniza”, escribía Saramago
 
Y cuando los clicks y los bolígrafos de los periodistas terminaron de hacer su trabajo abandonamos la sala que pronto iba a recibir a los vecinos de Lanzarote que quisieron darle el último adiós. No sé si entre ellos estaba el taxista que un día camino del aeropuerto a su casa le recordó que cuando tenía 10 años labró con un camello la tierra donde se levanta su residencia, convertida ahora en un museo. 
 
“La vida no es sino una promesa de ceniza”, escribía Saramago. Y en Lanzarote la literatura del agricultor de palabras sembró miles de ellas que luego fueron arrojadas a la atmósfera en minúsculas partículas de cenizas de la lava de los volcanes que tanto amó. 
 
Antes de irme corriendo a la redacción para escribir el reportaje tuve tiempo de firmar en el libro de condolencias que se colocó a la salida de la biblioteca. “Gracias”, escribí.

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