Manrique antes de César-Lanzarote

Manrique antes de César-Lanzarote

Aunque será a partir de la década de los sesenta cuando César Manrique vincule sustantivamente su discurso a la dimensión paisajística, medioambiental y turística de Lanzarote, en la segunda mitad de los cincuenta aparecieron ya ciertas actitudes e intervenciones preliminares que reflejaban su interés en renovar la estética insular e implicarse en proyectos públicos. Emergía su conciencia territorial. Desde sus primeros pasos, enmarcó su obra en el universo insular, su verdadera raíz creativa. Si la tradición de la modernidad estética nutrió su sensibilidad y le suministró herramientas conceptuales y lingüísticas, Lanzarote le aportaría buena parte de sus argumentos plásticos, su imaginario sensible. Sus preocupaciones materiales por la vertiente territorial, paisajística y el espacio público comenzarían a tomar forma muy temprano, en la segunda mitad de los cincuenta, de modo que en torno a 1957 fueron ya esbozadas en los medios de comunicación.

Por entonces, una parte significativa de su obra se había desenvuelto en contacto con la arquitectura y sus protagonistas profesionales, hasta impregnar su personalidad de vocación espacial y de una voluntad de concurrencia de las artes, que desembocaría en su conocida reivindicación romántica de un “arte total” articulado en torno a singulares hitos naturales transformados. Manrique vivía en el Madrid de los cincuenta en un contexto de flujos e intercambios entre distintas disciplinas, en torno a la arquitectura. Mientras tanto, Lanzarote estaba inmersa en un atraso generalizado, consumida por la miseria de la posguerra y el olvido. No obstante, existía ya una incipiente conciencia de las posibilidades que el turismo podía ofrecerle a la isla, si era capaz de adecuar y explotar sus atractivos naturales, fundamentalmente las Montañas del Fuego, los Jameos del Agua, la Cueva de los Verdes y la Batería sobre el Río, frente a La Graciosa.
 
Muy pronto, el artista mediático que ya era Manrique se pronunció sobre la arquitectura de las Islas, que censuró abiertamente pues, a su juicio, no respondía “en absoluto a la climatología y a la belleza natural de su orografía y de la bondad de su clima, incomparablemente único. Solamente hacen lo más opuesto y horroroso que pueden concebir” (Falange, 1957). A la vez que exponía sus críticas, se situaba en el lado de la modernidad y ligaba ya su discurso ―en fechas tan tempranas― a la fusión de construcción y Naturaleza, una idea matriz en sus futuras intervenciones: “La arquitectura canaria me da lástima ya que precisamente por la maravilla de su clima se debe concebir una arquitectura que forme parte conjunta con la Naturaleza” (El Día, 1957). La defensa que algunos años más tarde haría de la arquitectura anónima ―Gillo Dorfles se ocupó de esta misma cuestión en las páginas del nº 339 de Domus (febrero, 1958) y, en 1964, Bernard Rudofsky llamará la atención sobre la “arquitectura sin arquitectos” en su exposición del MoMA―, tiene más que ver con un comportamiento heredado del ideario de los cincuenta, que con una paradoja: la reivindicación de una arquitectura popular cercana a las imágenes formales de la modernidad. En la pureza del lenguaje de la arquitectura folclórica lanzaroteña, reducida a volúmenes blancos, racionales, desnudos, contrastados con el brutalismo del volcán, descubre un planteamiento esencialista y moderno, que recogió en su imprescindible libro-catálogo Lanzarote, arquitectura inédita (1973), impulsado también por el afán de preservar la singularidad cultural local y, en la perspectiva turística, de proteger la isla de la estandarización banal y el desarraigo.
 
Adelantando su activismo ilustrado y su estrategia inclusiva de socializar los proyectos destinados a mejorar la vida colectiva, en abril de 1957, se pronunciaba sobre la necesidad de “crear una conciencia insular de lo que realmente debe ser el urbanismo”. Y, pensando en las oportunidades de regeneración urbana y paisajística que ofrecía la fachada marítima de Arrecife, defendía una apuesta rigurosa por “el buen gusto” y por la implantación de una arquitectura moderna: “Crear una conciencia insular de lo que realmente debe ser el urbanismo. Llevar a las gentes al convencimiento de que Arrecife tiene magníficas condiciones naturales para llegar a ser, en el futuro, la ciudad más bonita y pintoresca del archipiélago. Mas para ello hay que obrar con sentido estrictamente moderno y visión de futuro” (Antena, 1957).
 
Más allá del ámbito capitalino donde había nacido, quien defendería para el arte y los artistas la obligación moral de sensibilizar y contribuir a la felicidad colectiva comenzó muy pronto a involucrarse en la necesidad de reconvertir el sistema y la economía de Lanzarote a la actividad turística. Existía un clima favorable en la isla, circunscrito a un reducido núcleo de autoridades y agentes sociales. Manrique no sólo conectó con esta inquietud, sino que vinculó la alternativa económica con una propuesta estética, y ligó turismo con arte, patrimonio y naturaleza, esbozando una nueva cultura del territorio para el conjunto de la isla. Esta singular aportación al escenario de integración de las artes en el contexto de la industria del ocio y la gestión sostenible del territorio, que plantea en los años cincuenta y desarrolla con éxito y originalidad posteriormente, abre una inédita perspectiva para el arte español e internacional.
 
En julio de 1957, el periodista local Guillermo Topham le entrevistó, interrogándole sobre sus ideas turísticas. Un fragmento de su elocuente conversación es el siguiente:
“—¿Alguna innovación respecto al turismo lanzaroteño?
[…]
―Construir una especie de grada anfiteatro de piedra en el Jameo del Agua. Dotarlo de corriente (por medio de batería) que alimente a un grupo de reflectores eléctricos en color. Por ejemplo, una vez al mes, aprovechando las épocas de mayor afluencia turística, y durante la noche, podrían ofrecerse allí sencillas representaciones teatrales o de ‘ballet’ a base de tres o cuatro personajes. Los efectos de luz y color sobre el lago, en tan extraño y original escenario, resultaría algo único en el mundo. […] Si a nuestras bellezas naturales supiésemos buscarles el complemento de otras facetas nuevas y originales, Lanzarote ganaría muchos enteros en la cotización turística. Cada vez me siento más enamorado de mi isla”. Y añadía: “Por lo demás, creo que en Lanzarote no se ha pensado realmente todavía en lo que el turismo puede significar en la vida futura” (Antena, 1957).
 
Ocho años más tarde, la idea fundacional aquí sugerida comenzaría a hacerse realidad. No se subrayará nunca lo suficiente la importancia de esta declaración, el embrión conceptual del que derivan las acciones de intervención estética en el paisaje de Lanzarote a partir de los sesenta, el original modelo por el que optaría el Cabildo a instancias de César Manrique, su creador e inductor.
 
Manrique esboza el germen de su programa futuro para Lanzarote: “Si a nuestras bellezas naturales supiésemos buscarles el complemento de otras facetas nuevas y originales, Lanzarote ganaría muchos enteros en la cotización turística”. Anticipa su horizonte, la implicación en el devenir insular influyendo decisivamente en el modelo de desarrollo impulsado por el presidente del Cabildo de Lanzarote, José Ramírez Cerdá, que será también su propio devenir como artista a partir de finales de los años sesenta, cuando regrese. Su arte público se inscribirá en la franja conceptual que ahora dibuja: añadir a las bellezas naturales de la isla “el complemento de otras facetas nuevas y originales” concebidas desde el arte y la cultura, que pudieran ser disfrutadas por un público amplio, y que fueran susceptibles de añadir a la isla un extraordinario patrimonio cultural y paisajístico contemporáneo. Sobre ese cimiento de valor añadido artístico agregado al paisaje natural, comenzaría a crecer su plan para Lanzarote, a la vez que incorporaba una auténtica conciencia crítica, abierta hacia el activismo de liderazgo ecologista, a partir de los ochenta, pero prefigurada desde los setenta.
 
El artista apegado a la cosmovisión insular actuará como verdadero motor de modernidad a la hora de orientar, desde el arte, la transformación turística que iniciará Lanzarote en la década de los sesenta, una trayectoria que se alumbra en los cincuenta.
 
Mientras defendía el diálogo entre arquitectura y paisaje en las Islas, sus censuras con respecto a una buena parte de la construcción y el urbanismo que se practicaba no estuvieron desprovistas de consecuencias. Unas declaraciones suyas en las que descalificaba abiertamente “los esperpentos y aberraciones arquitectónicas” construidas en Las Nieves (Agaete, Gran Canaria), y el consiguiente deterioro paisajístico ―realizadas en el Diario de Las Palmas, 6.9.1962―, desencadenaron un incidente mes y medio más tarde, el 21 de octubre de 1962, que concluyó con su detención en el citado municipio. El artista se mostró enérgico en sus reconvenciones, al tiempo que defendía una arquitectura ordenada, armónica e integrada en el entorno: “No me explico cómo, cuando construyen, las gentes le vuelven las espaldas al paisaje” (Diario de Las Palmas, 6.9.1962). En fechas tan tempranas, la prensa reconocía su autoridad, legitimada por su aportación al turismo de Lanzarote, así como su labor en pro de la isla ―muy lejos aún, sin embargo, de lo que finalmente habría de crear, pues aún no se había puesto en marcha ningún Centro de Arte, Cultura y Turismo―: “Nosotros temblamos ante la indignación tan justificada de este gran artista canario que ha luchado denodadamente por su Lanzarote, que es luchar por todas las Islas. Lo conseguido allá es modelo de cuanto puede y debe hacerse” (Diario de Las Palmas, 6.9.1962). Las palabras pertenecen al periodista que lo entrevistaba, Sebastián Sosa Álamo, que había subtitulado su trabajo con unas palabras de Manrique que, por extensión, no han perdido actualidad en el contexto del debate que mantenemos hoy sobre la gestión del territorio espoleado por la descabellada Ley del Suelo aprobada recientemente y por los inasumibles crecimientos turísticos que soporta el Archipiélago: “No solo se destruye en Gran Canaria la estética general del paisaje, sino asimismo las fuentes de riqueza que proporciona el turismo bien dirigido”.
 
César Manrique cristaliza en la forja de la década del mediosiglo español, configurándose como un artista genuino e inédito en el panorama nacional. Alimentado por el carácter polifacético del momento y la tímida renovación del gusto que se emprende, abraza un paradigma artístico arraigado en la diversidad y la fusión moderna, cuya eclosión se producirá en los decenios siguientes, si bien está aquí incubado. Pero, al mismo tiempo, dialoga con el mercado, encauza un modelo económico turístico en el que el arte, el acondicionamiento estético de grandes espacios naturales intervenidos, la sensibilidad de los límites y la escala territorial insular desempeñan un papel sustantivo. Aporta, en fin, una versión personalizada del estilo del relax o del arte aplicado al confort en el marco de la industria del turismo, abordada instintivamente con criterios medioambientalistas y ciertos patrones difusos de pionera sostenibilidad.
 
Extrema, por esta vía, el concepto de funcionalidad, de aplicación del arte, incrustándolo en la economía y en la experiencia de la cultura popular del ocio, a través de propuestas públicas que conectan con el aprecio de amplios segmentos sociales. Aproxima el “buen gusto” y las artes integradas a un público de masas, haciendo de Lanzarote una gran industria museográfica, un sistematizado museo de sitio o, si se prefiere, una suerte de parque temático de nuevo cuño sujeto a diferentes artificios y estetizaciones, en el que las expresiones artísticas contemporáneas se popularizan conviviendo con el sol, la playa y las actividades lúdicas vacacionales, al tiempo que agregan patrimonio y revalorizan el paisaje insular. En su dinámica creativa, concierta una suerte de artes aplicadas con el propósito de contribuir, a través de la producción de nuevas naturalezas, a “educar”, pero, sobre todo, a mejorar la vida de las personas a través de la belleza y el bienestar que, a su juicio, desprendería la obra de arte total, contribuyendo a la felicidad colectiva. Y también, por supuesto, con el propósito de alumbrar un nuevo paradigma económico en Lanzarote, dimensión ésta central del proyecto. La perspectiva socioeconómica de su empeño transdisciplinar fue pronto explicitada y reconocida como tal por el propio artista: “La aplicación del arte a la vida y la naturaleza tiene una función social y económica […] los artistas debemos aplicar nuestros conocimientos a la jardinería, arquitectura, teatro, diseño industrial, urbanismo, etcétera. Tenemos la obligación moral de sensibilizar al pueblo, culturizándolo” (Gazeta del arte, 1976).
 
Lanzarote, en toda su complejidad, se constituyó en el sistema vascular de su quehacer. En los años cincuenta, comenzó a tomar forma esa gran aventura, anticipadora de comportamientos propios de la sociedad de la comunicación, al tiempo que alumbró el perfil de un artista social, de insospechada dimensión comunitaria. El mayor exponente de su propuesta son sus máquinas de arte ambiental, donde acumula lenguajes y géneros creativos, artefactos capaces de actuar como fábricas ilustradas de sensibilización y de bienestar, fuentes de paisajes medios posmodernos.
 
Publicado en La Provincia el 9 de octubre de 2017.

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